Por dificultades
económicas que afectaron a la familia, se traslada en los últimos años de su
vida a Lima, y allí ejerce el modesto puesto de bibliotecario del Ministerio de
Educación. Parece que fue un hombre sencillo, afable, entrañable, de
personalidad simpática y hasta candorosa, que se granjeó la admiración y el
respeto de peruanos ilustres de su época (desde Manuel González Prada hasta
Jose Carlos Mariátegui) y de sus amigos íntimos, que han dejado de él cálidas
evocaciones de la devoción y el afecto que su persona despertaba. Se
entretenía, casi infantilmente, con cosas pequeñas pero siempre relacionadas
con el arte: se mostraba, por ejemplo, muy orgulloso de haber inventado una
minúscula máquina fotográfica ("del tamaño aproximado de un corcho de
botella", cuenta su biógrafo, crítico y amigo Estuardo Núñez) con la que
tomaba fotos en miniatura del paisaje y de animales y plantas. Ya en su alta
madurez logró en su país el justo reconocimiento público que, por la inercia
habitual de la crítica, le había sido inicialmente negado. Pero vivió en un
silencio y recogimiento cordial, nada hosco, en una suerte de correlato o
metáfora existencial de su propia poesía, desligada sin acritud de la realidad
material e histórica. Una declaración suya, emitida sólo dos años antes de su
muerte, casi resume el sentido íntimo de todo su quehacer vital y creativo:
"Vivo cercando el misterio de las palabras y de las cosas que nos
rodean".
Hacia 1929, y
cuando estrictamente poética (al menos, la de su lirismo en verso) parecía
debilitada o extenuada, se dio al ejercicio de la prosa, que antes apenas había
cultivado. (Curiosamente por esas mismas fechas, en un contemporáneo español de
Eguren, Antonio Machado, se habría de producir un muy similar encauzamiento
hacia la prosa de su tarea de escritor y aun rigurosamente de poeta). El
peruano comenzó a publicar entonces (primero en Amauta, la importante revista
que fundara y dirigiera Mariátegui, y después y más frecuentemente en La Revista Semanal de
Lima y en otras publicaciones (unos fascinantes artículos en prosa, de temática
diversa y de índole entre ensayística y poemático (algunos eran verdaderos poemas
en prosa), que son de gran interés para adentrarnos en su personal visión de la
naturaleza y el arte. Entre 1930 y 1931 dio a las prensas los más de ellos
donde, según sus palabras, "No me produzco como filósofo sino siempre como
poeta", pues al conocimiento, añade, se pude llegar "por el camino
más vasto, desordenado y misterioso de los ensueños poéticos". Se sabe que
intentaba recoger esos artículos en libro; pero esto no llegó a producirse sino
póstumamente: en la edición que, bajo el título de Motivos estéticos, realizara
Estuardo Núñez en 1959. Hoy pueden leerse también, con el rótulo simplificado
de Motivos (que parece era el que el autor destinaba para el conjunto) en la
más fidedigna edición suya con que al cabo contamos: la ejecutada, con gran
rigor y abundante acopio de notas aclaratorias y material bibliográfico, por
Ricardo Silva-Santisteban: las Obras completas (1974) de Eguren que se anota en
la Bibliografia. De
sentido y valor más que meramente ancilar, esos Motivos son un complemento indispensable
para la apreciación del norte a que apuntaba su trabajo de creación lírica.
Y aquí viene la
"rareza", de común señalada en este poeta. Anti-declamatorio,
anti-retórico, anti-elocuente; nada explicativo, nada descriptivo, nada
narrativo (en una palabra: felizmente antichocano, su contrapartida más notable
en las letras de su país), Eguren se entra con pulso firme, desde su primer
libro, en una poesía que descansa fuertemente sobre la incursión tenaz por los
mundos del misterio y el sueño. Una poesía que, en su empeño de rehuir la
réplica realista y aun la recreación parnasista, se apoya sólo en la sugerencia
y la impresión, las correspondencias y las sinestesias, el símbolo con su poder
de vinculación entre el fenómeno sensible y su significación transvisible, los
colores tamizados y los matices imprecisos, la música fiel pero asordinada, y
una querencia especial por los ambientes de niebla y nocturnidad. Todo ello
alude, para resumirlo en una sola noción, al ámbito espiritual y estético del
simbolismo. Por ello se ha podido llegar ha decir que "Eguren es el único
poeta simbolista de la lengua castellana que merezca llamarse tal"
(Ricardo Silva-Santisteban); y aun el libro Eguren, el obscuro, de Xavier
Abril, pudo subtitularse adecuadamente El simbolismo en América.
Esta correcta
adscripción del poeta a la estética simbolista, hoy unánimemente admitida con
toda legitimidad, ha causado sin embargo algunas dificultades en cuanto a la
recta ubicación de Eguren en la historia literaria. En efecto, suele afirmarse
que éste trasciende o supera el modernismo porque fue a beber, precisamente, en
las esencias más vivas del simbolismo. Y hay en esta valoración algo erróneo y
precipitado: el hecho de enfrentar ambas modulaciones artísticas como
totalmente opuestas e irreductibles. Ya reconocemos, al fin, que el simbolismo
fue, entre las estéticas que confluyeron en el sincretismo modernista, la más
alta y válida, en términos de pura poesía y de permanencia (si bien entonces no
la más ostensiva, al estar nublada por orientaciones más deslumbrantes y
luminosas, como las del parnasianismo y otras). Pero no se traiciona el
modernismo si, como lo hizo Eguren, se intenta depurar la veta simbolista,
liberándola de cualquier ingrediente adicional que a los efectos de tal
depuración pudiera resultar espurio. No se considera razón válida, para
expulsar a un poeta de la nómina modernista, el hecho de haber escrito una
composición, o todo un libro, parnasianista. ¿Por qué proceder de contrario
modo si lo que otro poeta tiene en su haber es una obra completamente
simbolista? La cuestión está planteada mal desde su enfoque porque sigue
operando sobre la identificación excluyente de modernismo y preciosismo
superficial, que la crítica más seria y comprensiva de los últimos tiempos ha
abolido definitivamente.
De todos modos,
algo hay de verdad al asumir que el poeta peruano trasciende al modernismo. Lo
trasciende, sí, en el sentido de acendrarlo, sutilizarlo; pero conservándose
leal, en lo más hondo, a lo que fue esencial en la gestión modernista: el
respeto de la palabra hermosa y la fe en la belleza (que en él resultaria en el
gusto por un léxico selecto y aristocrático, libre aún de los prosaísmos y
asperezas que el coloquio posterior consentirá); el acuerdo con la música y la
armonía del mundo (y en uno de sus Motivos, el titulado "Sintonismo",
anota: "La naturaleza es un surtidor de sones finos y temerosos, exhalados
por miríadas de entes frágiles"); la búsqueda, a través de las
correspondencias simbólicas, de la integración en una unidad suprema de todo lo
que al espíritu se le presenta, en su inmediatez, como escindido, dual,
dialéctico y contradictorio. Apenas si la ironía roza esta poesía: esbelta y
delgada, pero fuerte torre interior que resiste (incólume) los embates descructivistas
y antiformales que las vanguardias lanzarán contra el ideario estético de los
modernistas en el lenguaje y en la forma, y su pasión por la música y la
belleza (todo lo cual, en Eguren, es bastión intocado).
¿Otro modernismo
el de este poeta, diferente por reacción (aunque no fuera único en su caso) al
brillante y tantas veces exterior de muchos escritores del período? De acuerdo,
entonces. Otro modernismo, más esencial y depurado que por eso parece ya
también poesía nueva, con respecto a aquel y, por tanto y para nosotros, poesía
más próxima. Sin atribuir un excesivo determinismo a la cronología en
cuestiones estéticas, no es ocioso recordar que la fecha de nacimiento de
Eguren (1874) cae exactamente entre las de Guillermo Valencia (1873), Leopoldo
Lugones (1874) y Julio Herrera y Reissig (1875)- es decir, entre nombres
mayores de la segunda generación modernista. Pero es, sobre todo, debido a las
razones intrínsecas anteriormente aludidas, por lo que José María Eguren no
puede estar ausente en una antología de la poesía modernista. Y no es tampoco
ocasional que, entre los recién citados (si bien por muy diferentes caminos),
también a Lugones y a Herrera y Reissig les corresponda esa misma y
privilegiada situación dual: de un modo u otro, cuestionan ya al modernismo
desde dentro y, al hacerlo, anuncian el advenimiento de nuevos derroteros (y en
Eguren, particularmente, el de la poesía pura de entreguerras). La historia (el
futuro, la dinámica del arte) ya estaba con ellos en marcha.
Pues en esos poetas
el irracionalismo y la desrealización, mecanismos básicos de la estética que
vendrá, van a hacerse capitales en la creación poética. En Eguren, cualquiera
que sea el estímulo exterior del poema (un detalle del paisaje, un dato de
cultura, un motivo medieval, un asunto infantil) acaba por transmutarse en
visiones interiores y desmaterializadas, donde ráfagas oníricas y alucinatorias
van conformando un cuerpo verbal de alusiones, señas y símbolos cuyo único
referente auténticos la interpretación subjetiva del mundo (no la realidad de
ese mundo) que se ha operado en el orbe de los sueños y ensueños del poeta. Por
ello se le ha tildado de oscuro y difícil. Mayor razón lleva Américo Ferrari
cuando asienta que "sería más adecuado decir que se trata de una poesía
secreta, porque se empeña en revelar un modo oculto, un mundo que cuando más se
manifiesta y se revela en el verbo, más se oculta y cierra su secreto". Y
este modo interiorizante, esencial y ambiguo de su palabra poética, tan preñada
de sugestiones y visiones sorpresivas (que más que entregársela al lector, le
hieren, deslumbran e inquietan) es quien le ratifica su absoluta modernidad a
este extraño y visionario poeta del Perú.
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