SANTO TORIBIO DE MOGROVEJO
Es el gran apóstol del Perú. Nació en
Valladolid en el 1538; estudió Derecho. Luego fue designado Inquisidor Mayor de
Granada, a sus treinta años. A sus cuarenta, arzobispo de Lima. Entregó su alma
de misionero a Dios, en 1606. - Fiesta litúrgica: 23 de marzo.
En pos del héroe de la espada, del
conquistador, del fundador de Lima, va el que supo conquistar los hombres para
el Señor. Pizarro llevó a cabo una tarea material; Santo Toribio de Mogrovejo
supo conquistar un reino para Cristo entre los naturales de un país que tanta
gloria tenía que dar a Dios.
Natural de Valladolid, estudió Toribio
Leyes en Salamanca. A sus treinta años se le nombra Inquisidor Mayor de
Granada. Este título severo se convierte en sus manos en un instrumento de
amor, de piedad, de salvación. Los herejes o infieles encuentran en él al padre
compasivo que conoce al hombre y le sabe hijo de Dios, portador de valores
eternos, divinos. Su cargo de ahora es un anuncio de su futura vida de apóstol
del Perú.
Al cabo de diez años -a los cuarenta- es
escogido para Arzobispo de Lima, segundo pastor de aquella sede. La fuerza de
sus argumentos de renuncia no puede revocar su nombramiento. Pero, si
precisamente las muchas dificultades de su dignidad hubieran podido provocar el
desánimo en un hombre de temple normal, para Toribio serían el crisol de su
alma apostólica, de héroe. Resume en su persona los rasgos de un San Francisco
Javier y de un San Carlos Borromeo.
Como San Carlos, no vaciló en llevar a cabo
la tarea trazada por el Concilio de Trento: celebración de sínodos, reforma del
clero, organización misional; erección de parroquias, corrección de las
costumbres.
Asimismo, a pesar de las distancias enormes
de su archidiócesis -distancias de centenares de leguas, junto con la
dificultad de las ciudades colgadas de picos inaccesibles, aldehuelas perdidas
en los repliegues de los Andes-, llegó a todas partes en dieciséis años de
caminatas por valles y montañas, por ríos desconocidos y quebradas formidables.
Entraba en los míseros bohíos, buscaba a los indígenas dispersados y huidizos,
les hablaba en su propia lengua, les sonreía paternalmente, les ganaba para
Cristo. En esto fue otro San Francisco Javier.
El antiguo doctor en Leyes se convertía en
un catequista sencillo que se ganaba a los grupos, poniéndoles bajo la
dirección de un sacerdote; los agrupaba en torno de una iglesia, les
acostumbraba a una vida sedentaria y laboriosa. Algún tiempo después volvía
para ver la obra que Dios había iniciado por sus manos; alentaba a los nuevos
cristianos y les administraba el sacramento de la Confirmación. Son
en número inverosímil de millares los indios que confirmó en aquellas andanzas
y misiones apostólicas.
No es de extrañar que le mirasen con
respeto. Más de una vez su celo le llevó a las puertas de la muerte; rodar por
las rocas y precipicios, perderse en los bosques, caer en los ríos, hundirse en
los ventisqueros y en las lagunas; no pocas veces exponerse a la violenta
actitud de los que veían en él al blanco, no al hombre de Dios... He aquí los
azares de su apostolado.
Podemos decir que Toribio tenía un solo
ideal claro, cristiano: extender en América Meridional el reino de Cristo, la
salvación de los hombres.
No murió mártir, pero encontró la muerte en una de sus correrías evangélicas,
estando en Santa, a más de quinientos kilómetros de la capital. Una eran flor
comenzó a germinar en Santa, como fruto de su labor: Rosa de Lima, a la que el
santo Prelado había
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