SANTO TOMÁS DE
AQUINO
Tomás de Aquino
nació a finales de 1224 en el castillo de Roccasecca en la provincia de
Nápoles, hijo y nieto de la nobleza guerrera. Sus padres, Landolfo de Aquino y
Teodora de Teate, eran de origen lombardo y normando. Landolfo prestó servicios
al emperador Federico II y llegó a ser Justicia de la Tierra de Labor, del
reino de Sicilia, dignidad equivalente a Gran Canciller, señor de toda la
administración civil y judicial. Tuvo seis hermanos varones, guerreros y
políticos y cuatro hermanas, tres casaron con condes y Marotta, la mayor, fue
benedictina y abadesa. Reinaldo, un hermano de Tomás, es el primer poeta en
lengua italiana, precursor del “dolce stil nuovo”.
El señorío de
Aquino era vecino de Monte Casino, abadía benedictina desde cuya altura se
domina el acceso al norte de Italia, gobernada por un abad con atributos
feudales. Landolfo lo envió allí con 5 años, en calidad de “oblato” (aspirante
a monje), soñando un futuro para él y para el peso social de la familia, y
Tomás se formó en humanidades, música y religión en Monte Casino hasta los 14
años.
Pero los Aquino
no querían un fraile mendigo en la familia, sino un abad o un obispo; la
oposición era muy clara. No obstante, muerto su padre a finales de 1243, y con
los 18 años que requerían los estatutos, toma el hábito y se traslada a Roma,
el General de la Orden, Juan de Wildeshausen, el Teutónico, decide llevarlo a
Bolonia para que haga el noviciado y luego a París a continuar estudios.
El buey mudo de Sicilia
Las anécdotas de
su época de estudiante nos informan del aspecto y el temperamento de Tomás, era
callado y prudente, pero todo un Aquino: grueso y de 1,90 de estatura; sus
compañeros lo apodaron “el buey mudo de Sicilia”. Alberto de Bollstädt (san
Alberto Magno), descubrió el talento de aquel alumno y lo convirtió pronto en
su discípulo. Dicen que Alberto anunció a los condiscípulos de fray Tomás: “Lo
llamáis buey mudo, pero os digo que su mugido resonará en el mundo entero”.
Tomás fue el continuador del proyecto de Alberto: conciliar el naturalismo de
Aristóteles con el espiritualismo de San Agustín. Se trataba de formular la
síntesis de razón y fe. La convicción de fondo de Alberto Magno y Tomás de
Aquino era esta: la ciencia no está contra la fe; son dos fuentes de luz para
ilustrar al hombre, cuyo origen común es el Creador.
Mientras Tomás
se preparaba para la ordenación sacerdotal y la docencia, su familia cambió de
bando; los hermanos se conjuraron contra Federico II, en 1246, Reinaldo fue
ejecutado y los otros desterrados; perdieron el señorío de Roccasecca y sólo
les quedaba Montesangiovanni en los Estados Pontificios.
La Universidad de París
La
“inteligencia” de la Cristiandad, estaba organizada como un importante gremio y
dotada de leyes propias: era como “otra” ciudad, dependía del del papa y el
rey. No respondía a la imagen de una Edad Media pacíficamente cristiana, en la
que no pasa nada, sino que durante 25 años estuvo siempre amenazada por la
huelga general, frecuentemente sacudida por alborotos, choques entre
estudiantes y fuerzas del orden y una sorda, pero feroz, lucha intestina por el
poder.
Vivió el
pensamiento. Pensó la vida,...a pie.
La segunda gran
discusión no fue por el poder, sino por las cosas sublimes. Se discutía sobre
lo más elevado y menos tangible: ¿Hay un alma inmortal?, ¿ha creado Dios el
mundo, o la materia es eterna? ¿Es igual “tiempo infinito” que eternidad? En
aquella época de las “escuelas” se hizo verdadera filosofía y no sólo teología.
Lo más filosófico fue el atrevimiento de las preguntas.
Llegó a París de
profesor ayudante; accedió a la plaza oficial con sólo 31 años, y empezó a
enseñar y a escribir obras profundas, obtuvo una cátedra, y todo de 1254 a
1259. Llamado a la Curia pontificia, residió en tantas ciudades como los papas
itinerantes.La etapa italiana (1259-1268) es la más fecunda en escritos; además
organizó el sistema educativo de los dominicos y fundó su Estudio General de
Roma. Su madurez se reparte entre una segunda estancia en París (1269-1272) y
la vuelta a su Nápoles natal, con el encargo de organizar el Estudio General o
Universidad de los dominicos.
Su vida fue
leer, memorizar y meditar, a la vez que caminaba. Disculpamos así su carácter
absorto: meditaba caminando. Más que escribir, dictaba. A veces, dictaba tres libros
distintos a la vez. Aún así, su única salida de tono fue una exclamación de
alegría, sentado a la mesa del rey de Francia, pues no pudo evitar el
compromiso, ni dejar en casa sus cavilaciones.
Il buon fra Tommaso!
Fray Tomás unía el tacto del corpulento aristócrata, un
corazón ardiente de poeta enamorado, que exclama ante la Eucaristía: “Adoro te
devote, latens deitas!” La unión en un solo hombre de una inteligencia
superdotada, la flema de un buey de arar y la pasión con que se aferró a la
pobreza y al amor divino, hacían de él un “todo terreno” para las luchas
universitarias. El tiempo dio la razón a Alberto. El rey Luis IX (san Luis de
Francia) también se percató de la categoría del fraile y se aconsejaba de él,
antes de tomar decisiones importantes. El Papa Urbano IV lo llamó a su lado y
lo convirtió en teólogo de la Casa Pontificia, le encargó libros y el oficio de
la fiesta del Corpus Christi, para la que compuso Tomás algunos de los himnos
litúrgicos más conocidos, sensibles y profundos: “Pange lingua”, “Lauda
Sion”... A su muerte, el Rector y la Facultad de Artes de París escribieron una
sentidísima carta al capítulo general de Lyón, pidiendo el cuerpo de quien
había sido honor de la Universidad, luz de las inteligencias. Se había ganado a
los belicosos parisinos.
El “ojo crítico”
de Tomás fue extraordinario: señaló que algunos libros atribuidos a Aristóteles
eran obras platónicas y la filología moderna le ha dado la razón. De ahí la
necesidad de textos fiables, y Guillermo de Moerbeke, tradujo Aristóteles al
latín, para él, directamente de manuscritos griegos.
Se piensa en los
genios como seres fríos y distantes; pero fray Tomás era próximo. Sus
estudiantes le llamaban il buon fra Tommaso; solían rodearlo y hablar con él.
Volviendo de un paseo a Saint-Denis, a la vista de París, uno le dijo: “¡Qué
ciudad, maestro! ¿No le gustaría gobernarla?” “No hijo, que no tendría tiempo
para pensar. Lo que querría es poder leer los comentarios del Crisóstomo a San
Mateo”. Los libros eran raros y carísimos, hechos a mano. Tomás tenía el hábito
de memorizar lo que leía, se ha comprobado que citaba de memoria la Biblia y a
los Padres de la Iglesia.
Murió con 49
años, mientras acudía, enfermo, al Concilio de Lyón, en la hospedería del
convento cisterciense de Fosanova, sufragáneo del castillo de Maenza, de su
sobrina Francisca, en su tierra natal, el 7 de marzo de 1274.
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